Hace no muchos años, un hombre treintañero me calificaba de “demasiado sensible”.
Demasiado sensible para las ventas telefónicas. Demasiado sensible para no comprender sus bromas. Demasiado sensible para soportar las injusticias de la rutina laboral diaria.
Parecía este joven plantear que existen grados de sensibilidad soportables –para él - y eficaces para salir airosa de alguna situación. Pecado era serlo en demasía.
¿Se puede entonces medir la sensibilidad? ¿Cómo sería tal empresa posible? ¿Escribimos las palabras dichas, tomamos nota de los ceños fruncidos, pesamos las lágrimas caídas, cuantificamos rostros enrojecidos?
Sería casi sin lugar a dudas, algo interesante de observar. Pero… ¿había medido mi sensibilidad sin que yo me diera cuenta?
Parada frente a él, de ceño fruncido y luego de escuchar su categorización… le di la razón.
Su comportamiento, muchas veces violento, reflejaba el modo en que él percibía el mundo, nuestro mundo compartido diariamente y éste no era coincidente con mi percepción de la realidad: era yo demasiado sensible para su subjetividad y me transformaba a mí en una amenaza a su modo de ver las cosas.
Al tiempo, me alejé de este entorno en búsqueda de nuevos horizontes.
Hoy confirmo que sigo siendo sensible, y creo que cada vez lo soy más. No solo soy sensible al romanticismo de a dos o a contemplar los bellos atardeceres en soledad, sino también soy sensible a registrar a aquellas personas que con total impunidad nos apuntan para que callemos, obedezcamos y transitemos la única vida que tenemos amoldándonos a sus modos y formas de ver.
Me emociona poder ver la posibilidad de cambio que tenemos dentro. Me hace feliz saber que podemos ser artesanos y protagonistas de nuestra vida y creo que ser sensible a estas virtudes, es un buen medio para alcanzar lo que imagino y sueño.
Sí, sé que soy demasiado sensible... pero no necesité medirlo, porque tan solo lo siento.